martes 6 de mayo de 2008

Volver a casa

Eso es lo que hice hoy. A las nueve de la mañana me metí en un avión que me dejó en La Coruña. De allí, a Lugo, gracias a que mi hermano Paco me hizo de chófer. A las doce vi a mi amigo Pablo Núñez, que está en capilla con su libro, y a las doce y media volví al colegio donde estudié, María Auxiliadora, que antes se llamaba Compañía de María.
Me había invitado mi antigua profesora de química, María del Carmen Arias. Su propósito y el de la actual directora, que me reuniese con los chicos que ahora estudian tercero y cuarto de ESO. El encuentro, en el salón de actos, fue emotivo y gratísimo, al menos para mí. Los chicos - unos ochenta - se portaron de maravilla, e incluso me hicieron preguntas. Al final, la directora me reserva una sorpresa: un ejemplar de la revista "Alborada", donde publiqué mis primeros textos a los once años. Intento disimular que me emociono haciendo bromas sobre la muy escasa calidad del poema dedicado a Rosalía de Castro.

El colegio está distinto, pero guarda recuerdos de otros tiempos: el suelo de mármol negro, la estatua del patio, el tibio color verde de las paredes de la escalera. Por unos segundos dejo pasear la nostalgia, y recuerdo a la niña que fui hace demasiado tiempo. Se me vino a la memoria la imagen de mi madre yéndome a recoger, la de mis hermanos jugando en el patio, la de mis compañeras... y de pronto caigo en la cuenta de que con algunas - Esther, María, Clara, Carmen - no he perdido la pista.

Después quedo a comer con María Novo, que fue mi mejor amiga desde los seis años. Hablamos de muchas cosas. Hace semanas que no nos vemos, pero los días no pasan por las conversaciones y charlamos como si sólo hubiesen pasado horas desde nuestro último encuentro. Tomo un café con Conchita Teijeiro, que convalece de una enfermedad. Está guapa como siempre, alegre y optimista a pesar del susto que la llevó a la UCI y a un encieroo que no desea en su preciosa casa de la calle Quiroga Ballesteros.

Me reúno después con Pepe Cora y Lois Caeiro, que me proponen una colaboración semanal en el diario El Progreso. No hay mucho que hablar: acepto de inmediato y sólo hay que hablar de detalles menores, como el número de caracteres y el título de la columna. Luego hago una visita a las libreras de Souto, que defienden mis libros como si fuesen suyos. Más tarde veo a mis dos tías, Mary y Kety, que en realidad son primas de mi madre, y a las siete recojo a Sonia y pasamos dos horas felizmente instaladas en una terraza. La tarde es raramente templada para un principio de mayo, y los jardines de la Plaza de España están preciosos. Hay flores en los árboles, y el aire huele bien. En Madrid el aire no huele a nada, o huele a asuntos ingratos. En Lugo, en primavera, el viento trae el olor a xesta y a flor de tojo. Paseo por la calle de los vinos con mi padre y mi hermano, y se nos unen unos amigos: Marcial, Celia y su hija Gema. Tomamos cerveza y tapas de cocina mientras se hace de noche y suenan las diez en el reloj del ayuntamiento.

He vuelto a casa



Por cierto, y a quien pueda interesar: a las siete y media, en el Gran Hotel, recojo el Premio Anaya y presento "La primera tarde después de Navidad". La entrada es libre y, por supuesto, estais todos invitados.

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jueves 10 de abril de 2008

Lluvia

Llueve en Madrid, como sólo sabe llover en primavera. En otoño, la lluvia es poética y casi reconfortante. En primavera,con perdón para los concienciados con la ecología y la industria agropecuaria, la lluvia es un coñazo. Además ¿se ha fijado alguien en que en Madrid la gente no sabe andar con paraguas? Los transeúntes se enganchan unos en otros, amagan con dejar tuerto al incauto que se cruza en su camino, giran los paraguas en el sentido del viento, y se quedan con el paraguas desmadejado en las manos, mirando indignados al culpable del desastre. No es por hacer patria, pero a estos les organizaba yo un máster de uso de paraguas en mi Lugo natal, o en Santiago de Compostela.

Ayer viajo a Cáceres para vivir la experiencia descorazonadora de reunirme durante sesenta minutos eternos con un centenar de adolescentes. Mis anfitrionesdel instituto, hospitalarios y amables, hicieron lo posible para que me sintiera bien, pero el profesor de literatura hizo las cosas a su manera, y ningunode aquellos chicos había leído ni una sola línea mía. Eso sí, al entrar entregó a loschavales cuatro páginas fotocopiadas de "En tiempo de prodigios", suficiente para que unode ellos me dijese en las barbas que a él la literatura que yo hacía "no le interesaba nada". Fue una hora larga de comentarios pretendidamente provocadores, exhibición de ansias contestatarias y rebeldía de segunda división. Los que me invitaron a Cáceres se deshacían en disculpas. Me compensa del amago de decepción el encuentro, la noche anterior, con los miembros de la asociación cultural "Los Zorzales" y un grupo de libreras conlas que paso un buen rato hablando delo único, los libros. Para que luego, al día siguiente, me venga uno dediecisiete años a decirme que él aprende mucho más de historia viendo películas, o la tele, sin ir más lejos. Saben poco, y el sistema no está preparado para enseñarles nada. Empezarán a enterarse de qué va esto cuando, para algunos, sea ya demasiado tarde. A pesar de todo, parecen buenos chicos. Van de duros, pero apuesto a que es posible hacer llorar a casi cualquiera de ellos. Dialogamos - es un decir- sobre libros, la importancia de leer y el interés por escribir. Antes de llevarse a la mitad de la conferencia a una charla sobre el esperanto, una profesora me espeta,con más bien poco tacto, que ella hubiese preferido que hablase de mi libro. Me muerdo la lengua para no contestarle "y yo, amiga mía, y yo. Pero para mantener a éstos atentos hablando de un libro que no han leído hay que ser la virgen de Fátima. O David Beckham".

En el trayecto de regreso a Madrid leo "La extraña", de Sándor Marai. Magnífico el comienzo. Después, el libro desconcierta un poco. Espero acabarlo hoy, después de la conferencia sobre Rosalía.

Sigue lloviendo

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