jueves 22 de mayo de 2008

Paseos por Madrid

Lo prometido es deuda. Os dije que contaría lo que me ha tenido ocupada los últimos días.
Veréis: hace cosa de tres semanas recibí un mail misterioso de un productor de televisión belga en el que me hablabadel proyecto de hacer una serie de reportajes sobre varias capitales europeas. En cada ciudad contarían con un guía, una persona que viviese en la ciudad y que sirviese de hilo conductor de la historia, y me proponían ser su guía en Madrid.

A mí ese tipo de cosas me encantan, así que contesté diciendo que sí. Vale, reconozco que pensé fugazmente en la posibilidad de que el belga en cuestión fuese un psicópata que pretendía rodar una snuff movie conmigo, pero esas cosas sólo les pasan a otros ¿verdad? Eso sí, por si acaso el primer encuentro tuvo lugar un sábado a las nueve de la mañana en la cafetería de un hotel. Allí conocí a Bertrand, el productor del programa, que me explicó sus objetivos: tendría que seleccionar para ellos los lugares de Madrid que más me gustan.

Así que, tras un par de semanas de gestiones varias - cuando llegue la factura de teléfono me voy a acordar de la tele belga - el equipo se presentó en Madrid dispuestos a que les guiase por la ciudad. Eran cinco: Bertrand, Philippe, Berto, Fleck y Tomas, el presentador. Cuando les vi llegar confieso que pensé "pero ¿por qué me he metido en este lío? Dos días con sus noches sin separarme de cinco tipos a los que ni siquiera conozco, hablando e inglés, con una cámara en las narices y un micrófono enganchado a la camisa".

Muchas veces las cosas son mejores de lo que parecen al principio, y esta fue una de ellas. Los belgas eran tipos encantadores, extraordinariamente educados y divertidos hasta el extremo. Fueron dos días agotadores en los que lo pasamos bomba. Les llevé a la tienda del Duque de Feria y al mercado de Fuencarral. A conocer al jefe de sala de la Terraza del Casino y a comer pisto y pollo en pepitoria en "El Comunista". Comimos tapas sofisticadas en "Gift" y bocadillos de calamares en un bar de la Plaza Mayor. Paseamos por el Botánico e hicimos un recorrido por "La casa encendida" junto a mi amigo, el pintor Eduardo Barco. Tomamos café con el director Antonio del Real y una copa en el privado vip del hotel Me Madrid con la adorable Manuela Vellés. Tomamos una cerveza en el marco amistoso del hotel Kafka, y José Antonio, propietario de la pastelería El Pozo, nos atracó de rosquillas tontas y listas. Probaron los churros, el queso manchego, las torrijas, los caramelos de violeta y los cócteles sublimes de Fernando, el barman de Del Diego. Nos robaron una bolsa con cintas ya grabadas, el deño de un local nos montó un pollo por grabar su escaparate, en un restaurante nos sirvieron pescado que apestaba a amoníaco. Nos reímos una barbaridad, nos contamos la vida, creo que nos hicimos amigos.

Nos despedimos hoy por la mañana, después de desayunar en el Café Gijón, un poco emocionados y prometiéndonos mutuamente futuros encuentros. Al llegar a casa encuentro que me han dejado un regalo en el buzón, y se me saltan las lágrimas. Qué le voy a hacer, enseguida me encariño con la gente. Es curioso como uno puede sentirse cercano a personas que hace una semana ni siquiera conocía. quizá no vuelva a verles. Si viviesen aquí, cualquiera de ellos podría convertirse en una persona cercana cuyo contacto intentase cultivar.

Queridos amigos belgas: no podéis leer este post. Pero me llevo el mejor de los recuerdos de los días que hemos pasado juntos. Ha sido una suerte extraordinaria haberos conocido. Y quería compartir estos días con mis amigos. Con los lectores de este blog.

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Los pirados

He pasado la primera parte de esta semana haciendo algo muy divertido que comentaré en el próximo post, pero esta es una entrada especial que debería haber escrito hace mucho tiempo.

En mi blog se cuelan de vez en cuando un par de chiflados que me dedican mensajes insultantes con el propósito - supongo - de provocarme a mí o a otros lectores del sitio. Les he llamado locos muchas veces y, honestamente, pienso que lo son. Pero no porque no les gusten mis libros o porque me consideren una escritora espantosa, sino por el enfermizo interés que demuestran en hacérmelo saber.



Por supuesto que mis novelas no gustan a todo el mundo. Si así fuese, esta servidora estaría escribiendo el blog desde un ático de Nueva York en lugar de desde un piso de Chueca, y en lugar de pasar la tarde ordenando libros la pasaría clasificando zapatos: aquí los de Louis Vuitton, aquí los de Loewe, allá los de Vivier. A mucha gente le parezco una escritora buena, y a otra le parezco una escritora mala. Eso es lo lógico y está bien. Pero lo lógico es también que aquel que no disfruta del trabajo de un escritor se limite a ignorarle, a él y a sus libros.



A mí no me gusta todo lo que se publica, igual que no me gusta todo lo que ponen en la tele, ni la cocina de todos los restaurantes, ni la ropa de todos los diseñadores, ni todas las películas que estrenan. Pero cuando un escritor no me interesa, me limito a no leerle, y si no me gusta el cd que acaba de editar un cantante, no lo escucho y en paz, y si veo una película que me disguste, me limito a recomendar a mis amigos que no vayan a verla. Nadie en su sano juicio va a un concierto a aullar que tal o cual intérprete es una mierda, ni se dedica a vociferar en una tienda que vaya pantalones más feos ha sacado fulanito esta temporada, ni patea la televisión cuando ponen "Supermodelo": cambia el canal, y santas pascuas. Eso es lo que hace la gente normal. Eso es lo que hago yo.



Por mis circunstancias personales conozco a gente de lo más variopinto. Me siento afortunada por ello. Entra la nómina de mi afectos hay excéntricos, raros de solemnidad, exagerados y excesivos.Pero ninguna de esas personas haría lo que hacen los dos o tres tarados que pasean por mi blog: dedicar su tiempo a insultar, a intentar ofender a todo aquel con quien no están de acuerdo. Tarados cuyo pricnipal problema no es que no les guste yo, sino la certeza de que otros sí les gusto, y necesitan patalear para demostrar que sí, que también están ahí, oiga, no se crea usted que todo van a ser castañuelas.



Mis libros están en las librerías y en las bibliotecas, para aquel que quiera acercarse a ellos. No es obligatorio leerme. No me sostiene el dinero público, así que no hay a quien quejarse si sigo publicando. Será mi editorial quien me considere o no rentable. Es así y pintan bastos. Por más que lo intento, se me escapa qué tiene que tener en la cabeza una persona que sólo busca la ofensa. Cuando fui finalista del Planeta, Javier Sierra - el más exitoso de mis amigos escritores- me previno contra este tipo de personajes. Recuerdo sus palabras: "Blinda tu estado de ánimo". Le pregunté por qué: "Pues porque acabas de ganas veinticinco millones de pesetas y vas a vender más de cien mil libros.Porque en unos meses empezarás a llevar una vida con la que ni siquiera te habías atrevido a soñar. Porque vas a estar en todas partes. Y porque hay mucha gente que, simplemente, no puede soportar la bonanza ajena y harán lo posible por minarte".



Pensé que Javier exageraba, pero es cierto que esas personas existen. Y no están bien de la cabeza. Un señor que me recomienda que me gaste el dinero de un premio en una operación no está bien de la cabeza. Otro (otra) que me insulta por mis percepciones de una ciudad no está bien de la cabeza. Otro (otra) que monta una web con mi nombre con la intención de ridiculizarme no´está bien de la cabeza. Ninguna de las personas que conozco sería capaz de hacer algo parecido ni con su mayor enemigo. Que esa es otra. Viene a cuestionar mi carácter ymi conportamiento algún personaje con quien ni siquiera he cruzado palabra. "Me caes fatal". Y eso ¿cómo se come? A mí no me cae mal - ni bien - nadie a quien no conozca. Pero claro, yo tengo más de dos dedos de frente.



Así que aquí están los individuos contra los que me previno Javier. Y, por error mío, se han metido en mi casa, que es este blog. He recibido correos de personas instándome a no permitir determinadas actitudes en lo que debería ser un lugar de pacífico encuentro, donde yo no me meto con nadie, pero algunos se creen en el derecho de meterse conmigo. En adelante, pueden ir buscando otro lugar para hacerlo. No les faltarán sitios, me temo. Pero no aquí. Este invento es para mí y para mis amigos, no para que dos o tres pirados den rienda suelta a sus obsesiones.

Así que ha empezado una nueva etapa para este blog.



Lo único que me preocupa es privar a los pirados de una forma de entretenimiento. Al fin y al cabo, el tiempo que pasaban escribiendo aquí (y comprobando si alguien, o yo misma , les había contestado) era el que no invertían en encontrar la forma de entrar en un colegio para liarse a tiros.

miércoles 14 de mayo de 2008

La primera vez que vi París (II): el pato 1067975

Cuando era muy pequeña leí en un libro: "París! ¡Hasta el aire huele bien!". Así que llevaba muchos años preguntándome a que huele el aire de París. Todas las ciudades tienen un olor, así que ¿cuál sería el olor parisino? ¿y el sabor de París? No sé por qué me imaginaba aroma de flores, quizá el olor fresco y frágil de la hierba en las cercanías de los parques, o el inconfundible olor a humedad que a la fuerza tiene que subir desde las márgenes del Sena. Pues nada de eso: París huele a mantequilla derretida, y a café con leche. Nada mejor para alguien como yo, que soy una golosa incorregible. Y algo peor: una constante y consciente víctima del pecado de la gula. Por eso mis tres días en París fueron un festival de sabores y de olores.

Loscaprichos gastronómicos son el único lujo asequible en una ciudad donde todo es muy caro. Uno tiene que contentarse con aplastar la nariz ante los escaparates lujuriosos de la Avenida Montaigne, pero cualquiera puede entrar en una "boulangerie" y comprar un generoso"brioche au chocolat" por un euro y medio. O gastar tres euros en "macarrons" de vainilla. O pagar poco más de un euro por un croissant reluciente y ligero como el aire. Los restaurantes de Ópera ofrecen exquisitos menús de tres platos por veintidós euros: caracoles, magret a la naranja y creme brulè, y los más modestos bistrots del barrio latino sirven especialidades francesas exquisitamente cocinadas por quince euros. En París, la gastronomía es el consuelo del turista modesto y la última tentación del viajero acomodado, que puedo recorrer las tiendas tentadores de la plaza Madeleine y llenar las bolsas con productos delicatessen de Fauchon o Hediard. Allí una sencilla caja de galletas (empaquetada como una joya) cuesta seis euros, pero dos calles más abajo, y por mucho menos, puede devorarse una baguette crujiente con jamón y queso camembert.

Un lujo incuestionable es tomar un cóctel en el bar Hemingwaydel hotel Ritz de la Plaza Vendome. Hacer una incursión en los bares de los hoteles de lujo es la mejor oportunidad de fisgar y disfrutar, siquiera una hora, de lugares imposibles para el viajero medio. En el Ritz ofrecen una larguísima y complicada carta de cócteles. Marcial, poco aficionado a los experimentos, pide un Tom Collins. Yo me dejoaconsejar por el barman - ¡estoy en París, y es el barman del Ritz! - y me bebo un "Veinticinco", una sabia mezcla de limón, champán y ginebra servido con una flor. Nos rodean fotos de Hemingway, que escribió uno de los libros que mejor recogen el espíritu de la ciudad tras la Guerra: "París era una fiesta". Me fijo en los retratos, y llego a la conclusión que la mirada de Hemingway parece prestada: esos ojos inocentes, indefensos, ojos de niño o de anciano, ojos cándidos, casi humildes, ojos desamparados y pequeños, no son los ojos del escritor genial, del hombre indomable que vio de cerca la muerte y de más cerca la vida. El Ritz, emblema de París, le puso a su bar el nombre de un escritor norteamericano. Al salir, me pierdo adrede por los pasillos intrincados del hotel, y me dejo rescatar por un recepcionista encantador.

Nuestro paso por París tuvo un momento a recordar para siempre: el domingo, víspera de nuestro regreso a Madrid, Marcial reservó una mesa para cenar en la Tour d´Argent, el restaurante más antiguo de París, que abrió sus puertas por primera vez en 1582. Las paredes del restaurante rezuman historia de todos cuantos han pasado por aquí. Epítome del lujo, la buena vida, el hedonismo puro y duro, el placer por el placer, el buen y el mal gusto, la Tour d´Argent es una metonimia de París. El espectáculo empieza nada más atravesar la puerta, cuando alguien se ocupa de las prendas de abrigo y un verdadero maestro de ceremonias chequea la reserva y empieza a hablar a cada uno en su idioma original. Me apuesto cualquier cosa a que aquel hombre sólo sabía decir "bienvenidos a la Tour d´Argent, ahora les acompañan a su mesa, que disfruten de la velada", pero también que es capaz de repetir la frase en veinte lenguas distintas. Luego, un ascensorista aprieta con toda ceremonia el botón que da acceso a la quinta planta, y se ve por primera vez uno de los restaurantes más hermosos del mundo, con sus inmensos ventanales sobre el Sena, las calles del Barrio Latino y la silueta de Notre Dame. Para que todo sea perfecto, nos dan una mesa que está junto a la ventana.

Todo es exquistamente lujoso, todo es de una opulencia y una ceremonia exagerada con la que sería imposible vivir a diario. Pero una vez, sólo una vez en la vida, encontrar a un maitre y a todo un ejército de camareros venidos directamente de la Belle Epoque es maravilloso y excitante. La carta de vinos estan grande como la Biblia de Guttemberg. Los aperitivos, pequeñas delicias misteriosas cuyos ingredientes se me escapan - a mí, que presumo de buen paladar y soy capaz de detectar los elementos de casi cualquier mezcla - y que engullo con una pasión que hasta me da vergüenza. El pan está caliente. La mantequilla se derrite al contacto con la miga humeante. Cuando veo que la carta que me ofrecen a mí no tiene precios - eso se reserva a la del caballero, paganini por decreto en este lugar de otro siglo - empiezo a revolverme en el asiento porque me temo lo peor. Pero Marcial me recuerda que, dadas las circunstancias, sería un pecado pensar en nada distinto que la vista bellísima sobre el Sena y el crepúsculo tras Notre Dame, cuyos arbotantes le hacern paecer el esqueleto de un animal prehistórico.

Pedimos un tournedó de foie, un vino de Burdeos que decantan ante nosotros con toda ceremonia y cuyo primer trago, tras probar el foie, pone en alerta todos los sentidos. Como plato principal hemos pedido el famoso pato a la sangre, estrella de la carta, que se sirve en dos tiempos: primero, el magret fileteado y acompañado de patatas souffle. Después, el confit. Lo como con la sensación de que nunca en mi vida volveré a probar algo así.

Mi postre es un pastel de chocolate denso y sabrosísimo. Estoy disfrutando tanto que Marcial se ríe: soy tan rematadamente golosa, tan ávida de sabores, que pienso que soy muy afortunada de no habr vivido en otra época, donde las mujeres tenían que disimular su buen apetito. Yo siempre tengo hamabre, y soy incapaz de decir que no a un bocado apetitoso. Por eso rebaño el postre mientras Marcial bebe una copa de oporto sin preguntar siquiera si me gusta el pastel: es demsaido evidente, soy demasiado poco discreta en ese sentido.

Después, el mismo camarero que podría haber servido a Oscar Wilde, nos entrga un certificado donde se hace constar queel pato que hemos comido era el número 1.067.975: empezaron a contarlos desde 1890,cuando el célebre Frederic se hizo cargo de la cocina del restaurante.

Salimos de La Tour d´Argent al filo de las doce de la noche, en medio de una temperatura veraniega, y durante un par de horas recorremos las terrazas del barrio latino y nos demoramos bebiendo ginebra, que se supone que es digestiva. Justo antes de entrar en un taxi, desde un puesto callejero de crepes vuelvo a notar un olor que se ha vuelto familiar. Huele a mantequilla. Es el olor de París.

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martes 13 de mayo de 2008

La primera vez que vi París (I): la ciudad y la gente

Llegué a París en la tarde de un viernes hecho a medida: me habían hablado de la primavera en París, pero también que en realidad es una estación que casi no existe, y que en la ciudad llueve hasta el cuarenta de mayo y puede hacer un frío pelón a mediados de junio. Pero en París la suerte me regaló no sólo un intenso cielo azul, sino también temperaturas que llegaron a rondar los treinta grados.

No había estado nunca en París, y cuando el taxi entraba por los bulevares camino de la zona de la Ópera, donde estaba nuestro hotel, empecé a preguntarme cómo he podido vivir treinta y siete años ajena a esta ciudad.

Es casi imposible hablar de París, imposible explicar la ciudad, aunque uno la entiende desde le primer momento en que pisa la calle. Es la capital del mundo en progreso, la ciudad en la que sucedieron muchas de las grandes cosas que hicieron cambiar el siglo veinte, desde el bendito invento del cinematógrafo hasta la explosión del arte moderno, la creación de las vanguardias, la nueva concepción de la moda. Es París la ciudad de las ideas, la ciudad cartesiana, la ciudad inventada teniendo en cuenta el concepto de orden urbano. La ciudad de las avenidas trazadascon tiralíneas, de los bulevares destinados a humanizar la urbe, a poner un poco de orden en el caos previsible. Es la ciudad de las pasiones, del hedonismo puro y duro.

París es una villa con un previsible punto de arrogancia. Nunca había estado en una ciudad tan consciente de su indudable esplendidez, de su belleza. Y eso lo han asimilado los parisinos, que forman parte indispensable de la idiosincrasia del lugar en que viven. Los habitantes de París se han contagiado de la solemnidad de la villa, de esa arrogancia de la que hablaba al principio, y la exhiben delante del visitante, al que en el fondo de su alma compadecen - cuando no desprecian - un poco: es un extranjero, un desdichado al que la vida privó del gozo inmenso de vivir en París. En París, los camareros se conducen como actores retirados. Los taxistas llevan dentro al jinete de un purasangre. Los porteros de los hoteles, a un mariscal de campo. Las dependientas de las tiendas de moda, a la favorita de un rey . Vi a un mendigo borracho discutir con otro usando unos ademanes de príncipe ruso. Quizá fuese un descendiente de aquellos que llegaron a la ciudad tras la revolución, anonadados por el imprevisto cambio de su suerte, desconcertados por la expatriación y la desdicha. Coco Chanel encontró a muchas de las vendedoras de su casa de la Rue Cambòn entre las hijas de los rusos blancos caídas en desgracia: eran muchachas destinadas a casarse con el hijo de un zar y a morirse de aburrimiento y opulencia en una dacha a qunientos kilómetros de Moscú, y en lugar de eso habían aterrizado en una ciudad luminosa y espléndida donde pasaban hambre tras empeñar sus joyas.

En París, los escaparates son un homenaje a la lujuria compradora, al deseo de aquello que podemos tener o que no no tendremos nunca. Los visitantes, también los parisinos, asoman las cabezas ávidasde lujo sobre los escaparates de las joyerías de la Plaza Vendome, y fingen escandalizarse ante el precio de unas joyas que casi nadie está en condiciones de comprar ni de lucir. Pero es imposible permanecer indiferente ante el brillo mortal de los diamantes, la llamada de los zafiros tallados en forma de pera.

Los jardines son en París un premio de lo consolación: la belleza asequible y accesible, la magnificencia a disposición de cualquiera. A veces, los edificios parecen estar ahí sólo para rematar la espléndida factura de los parques. En la Plaza de los Vosgos, uno olvida la la arquitectura para perderse en el agua de las fuentes, lo cual puede parecer absurdo.

Le llaman la ciudad de la luz, y algunos se sorprenden, porque de noche no está muy bien iluminada. Pero lo es. Es la ciudad donde surgieron las ideas que arrancaron para siempre al mundo y a la historia de una oscuridad de siglos. Es la ciudad donde todo empezó al grito de "a las armas, ciudadanos, formad los batallones". Donde hace cuarenta años había quien levantaba los adoquines para encontrar la playa sin sospechar que en el siglo XXI un alcalde brillante iba a disponer una playa casi real en mitad del Sena. Es la ciudad profanada por los nazis, liberada por todos y puesta a disposición del mundo. La ciudad donde alguien se atrevió a colocar una pirámide de cristal delante del museo donde está la Monna Lisa. La ciudad de los cementerios convertidos en hermoso lugar de paseo. De la vida en las calles. La ciudad de los desafíos, todos al mismo tiempo.

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jueves 8 de mayo de 2008

La semana prodigiosa

Y es que eso esta siendo: una semana de esas para recordar.
Ya conté mi jornada del lunes, llena de amigos y reencuentros. El martes se celebró la presentación de "La primera tarde después de Navidad" en Lugo, y ejerció de maestro de ceremonias Xabier Docampo. Yo no le conocía personalmente, aunque había leído hace años su deliciosa "Nube de neve". Xabier hace de la presentación una fiesta y un homenaje a la magia y a los cuentos de hadas. Como no voy a ser capaz de dar justa cuenta de sus hermosas palabras, aquí está el archivo al que podéis acceder para leerlas. Merece la pena
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Fue una suerte poder contar con Xabier y su generosa inteligencia. Todo el mundo lo pasó bien. Luego me fui un rato a ver a mi abuelo, que fue periodista y, de haberse decidido a ello, hubiese sido un espléndido autor de novelas. Está mayor, pero está. Se queja de que no le hago suficiente caso, y yo - que sé cómo es - le contesto que menos caso me hace él a mí. Le prometo que cenaremos juntos en mi próximo viaje a Lugo. Después me tomo una copa con Mara y Sonia.

Al día siguiente, muy temprano, ´Sergio me recoge para llevarme al Instituo "A Pinguela", en Monforte, donde voy a dar una charla a los alumnos. Me ha invitado su director, Enrique Sampil. Siempre es un placer conocer a profesores interesados en aportar a sus alumnos algo más que lo que viene en los prgramas de estudios. Sampil intenta, cada año, llevar a sus chicos a Madrid coincidiendo con la Feria del Libro. Así le conocí yo, en su paseo por el Retiro mientras yo estaba en una caseta, y así surgió mi compromiso de visitarles, justo cuando el centro cumple veinticinco años de vida. Los chicos se portan bien y están atentos a la charla.

A la salida, otro coche me espera para llevarme a Valladolid, donde Begoña Orellana - que gestiona admirablemente bien la Feria del Libro de la ciudad - ha organizado una mesa redonda patrocinada por Ámbito Cultural - El Corte Inglés.
Begoña es un encanto y un prodigio de eficacia: bajo su batuta, todo va como un reloj. Se preocupa de cada detalle y consigue que todo el mundo esté a gusto. Llego con el tiempo justo para comer con Fernando Marías, Silvia Pérez, Fernando Olmeda y la deslumbrante Marta Robles, que acaba de publicar "Diario de una cuarentona embarazada". Marta es un encanto, siempre está contenta... y guapa. Su paso por la calle resulta una verdadera conmoción: rubia, altísima, con hechuras de modelo, es imposible que pase desapercibida.
Con ella y con Fernando Olmeda participo en una mesa redonda sobre periodistas que son escritores. Creo que resulta bien: asisten más de cien personas que parecen divertirse, y si el debate no se alarga es porque la carpa que nos acoge tiene programado otro acto.

Volvemos a Madrid en el AVE. Llevo en mi bolso, para acabarla, una fantástica novela que ha publicado Lumen: "Viajando en Grupo", de Henry Green. Elegante, divertidísima, muy "british", "Viajando en grupo" es una de esas apuestas que uno agradece en las grandes editoriales. Henry Green es un autor de culto, fallecido hace ya treinta y cinco años, y autor de una obra extensa y muy poco conocida en España. De todas formas, la novela deberá esperar, porque dedicamos a la charla todo el viaje de vuelta. Al llegar a casa, Marcial me espera con el Madrid - Barça en la tele (todo un detalle: soy mucho más futbolera que él) y cantamos los goles mientras nos comemos una pizza y llueve fuera. Luego hablamos de París: mañana nos vamos a pasar allí tres días, y hacemos planes sobre las calles que vamos a pasear y los lugares que vamos a ver. Justo antes de quedarme dormida, le recuerdo la frase de Borges: "Las vísperas del viaje son una preciosa parte del viaje".

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martes 6 de mayo de 2008

Volver a casa

Eso es lo que hice hoy. A las nueve de la mañana me metí en un avión que me dejó en La Coruña. De allí, a Lugo, gracias a que mi hermano Paco me hizo de chófer. A las doce vi a mi amigo Pablo Núñez, que está en capilla con su libro, y a las doce y media volví al colegio donde estudié, María Auxiliadora, que antes se llamaba Compañía de María.
Me había invitado mi antigua profesora de química, María del Carmen Arias. Su propósito y el de la actual directora, que me reuniese con los chicos que ahora estudian tercero y cuarto de ESO. El encuentro, en el salón de actos, fue emotivo y gratísimo, al menos para mí. Los chicos - unos ochenta - se portaron de maravilla, e incluso me hicieron preguntas. Al final, la directora me reserva una sorpresa: un ejemplar de la revista "Alborada", donde publiqué mis primeros textos a los once años. Intento disimular que me emociono haciendo bromas sobre la muy escasa calidad del poema dedicado a Rosalía de Castro.

El colegio está distinto, pero guarda recuerdos de otros tiempos: el suelo de mármol negro, la estatua del patio, el tibio color verde de las paredes de la escalera. Por unos segundos dejo pasear la nostalgia, y recuerdo a la niña que fui hace demasiado tiempo. Se me vino a la memoria la imagen de mi madre yéndome a recoger, la de mis hermanos jugando en el patio, la de mis compañeras... y de pronto caigo en la cuenta de que con algunas - Esther, María, Clara, Carmen - no he perdido la pista.

Después quedo a comer con María Novo, que fue mi mejor amiga desde los seis años. Hablamos de muchas cosas. Hace semanas que no nos vemos, pero los días no pasan por las conversaciones y charlamos como si sólo hubiesen pasado horas desde nuestro último encuentro. Tomo un café con Conchita Teijeiro, que convalece de una enfermedad. Está guapa como siempre, alegre y optimista a pesar del susto que la llevó a la UCI y a un encieroo que no desea en su preciosa casa de la calle Quiroga Ballesteros.

Me reúno después con Pepe Cora y Lois Caeiro, que me proponen una colaboración semanal en el diario El Progreso. No hay mucho que hablar: acepto de inmediato y sólo hay que hablar de detalles menores, como el número de caracteres y el título de la columna. Luego hago una visita a las libreras de Souto, que defienden mis libros como si fuesen suyos. Más tarde veo a mis dos tías, Mary y Kety, que en realidad son primas de mi madre, y a las siete recojo a Sonia y pasamos dos horas felizmente instaladas en una terraza. La tarde es raramente templada para un principio de mayo, y los jardines de la Plaza de España están preciosos. Hay flores en los árboles, y el aire huele bien. En Madrid el aire no huele a nada, o huele a asuntos ingratos. En Lugo, en primavera, el viento trae el olor a xesta y a flor de tojo. Paseo por la calle de los vinos con mi padre y mi hermano, y se nos unen unos amigos: Marcial, Celia y su hija Gema. Tomamos cerveza y tapas de cocina mientras se hace de noche y suenan las diez en el reloj del ayuntamiento.

He vuelto a casa



Por cierto, y a quien pueda interesar: a las siete y media, en el Gran Hotel, recojo el Premio Anaya y presento "La primera tarde después de Navidad". La entrada es libre y, por supuesto, estais todos invitados.

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