martes 13 de mayo de 2008

La primera vez que vi París (I): la ciudad y la gente

Llegué a París en la tarde de un viernes hecho a medida: me habían hablado de la primavera en París, pero también que en realidad es una estación que casi no existe, y que en la ciudad llueve hasta el cuarenta de mayo y puede hacer un frío pelón a mediados de junio. Pero en París la suerte me regaló no sólo un intenso cielo azul, sino también temperaturas que llegaron a rondar los treinta grados.

No había estado nunca en París, y cuando el taxi entraba por los bulevares camino de la zona de la Ópera, donde estaba nuestro hotel, empecé a preguntarme cómo he podido vivir treinta y siete años ajena a esta ciudad.

Es casi imposible hablar de París, imposible explicar la ciudad, aunque uno la entiende desde le primer momento en que pisa la calle. Es la capital del mundo en progreso, la ciudad en la que sucedieron muchas de las grandes cosas que hicieron cambiar el siglo veinte, desde el bendito invento del cinematógrafo hasta la explosión del arte moderno, la creación de las vanguardias, la nueva concepción de la moda. Es París la ciudad de las ideas, la ciudad cartesiana, la ciudad inventada teniendo en cuenta el concepto de orden urbano. La ciudad de las avenidas trazadascon tiralíneas, de los bulevares destinados a humanizar la urbe, a poner un poco de orden en el caos previsible. Es la ciudad de las pasiones, del hedonismo puro y duro.

París es una villa con un previsible punto de arrogancia. Nunca había estado en una ciudad tan consciente de su indudable esplendidez, de su belleza. Y eso lo han asimilado los parisinos, que forman parte indispensable de la idiosincrasia del lugar en que viven. Los habitantes de París se han contagiado de la solemnidad de la villa, de esa arrogancia de la que hablaba al principio, y la exhiben delante del visitante, al que en el fondo de su alma compadecen - cuando no desprecian - un poco: es un extranjero, un desdichado al que la vida privó del gozo inmenso de vivir en París. En París, los camareros se conducen como actores retirados. Los taxistas llevan dentro al jinete de un purasangre. Los porteros de los hoteles, a un mariscal de campo. Las dependientas de las tiendas de moda, a la favorita de un rey . Vi a un mendigo borracho discutir con otro usando unos ademanes de príncipe ruso. Quizá fuese un descendiente de aquellos que llegaron a la ciudad tras la revolución, anonadados por el imprevisto cambio de su suerte, desconcertados por la expatriación y la desdicha. Coco Chanel encontró a muchas de las vendedoras de su casa de la Rue Cambòn entre las hijas de los rusos blancos caídas en desgracia: eran muchachas destinadas a casarse con el hijo de un zar y a morirse de aburrimiento y opulencia en una dacha a qunientos kilómetros de Moscú, y en lugar de eso habían aterrizado en una ciudad luminosa y espléndida donde pasaban hambre tras empeñar sus joyas.

En París, los escaparates son un homenaje a la lujuria compradora, al deseo de aquello que podemos tener o que no no tendremos nunca. Los visitantes, también los parisinos, asoman las cabezas ávidasde lujo sobre los escaparates de las joyerías de la Plaza Vendome, y fingen escandalizarse ante el precio de unas joyas que casi nadie está en condiciones de comprar ni de lucir. Pero es imposible permanecer indiferente ante el brillo mortal de los diamantes, la llamada de los zafiros tallados en forma de pera.

Los jardines son en París un premio de lo consolación: la belleza asequible y accesible, la magnificencia a disposición de cualquiera. A veces, los edificios parecen estar ahí sólo para rematar la espléndida factura de los parques. En la Plaza de los Vosgos, uno olvida la la arquitectura para perderse en el agua de las fuentes, lo cual puede parecer absurdo.

Le llaman la ciudad de la luz, y algunos se sorprenden, porque de noche no está muy bien iluminada. Pero lo es. Es la ciudad donde surgieron las ideas que arrancaron para siempre al mundo y a la historia de una oscuridad de siglos. Es la ciudad donde todo empezó al grito de "a las armas, ciudadanos, formad los batallones". Donde hace cuarenta años había quien levantaba los adoquines para encontrar la playa sin sospechar que en el siglo XXI un alcalde brillante iba a disponer una playa casi real en mitad del Sena. Es la ciudad profanada por los nazis, liberada por todos y puesta a disposición del mundo. La ciudad donde alguien se atrevió a colocar una pirámide de cristal delante del museo donde está la Monna Lisa. La ciudad de los cementerios convertidos en hermoso lugar de paseo. De la vida en las calles. La ciudad de los desafíos, todos al mismo tiempo.

Etiquetas: