jueves 19 de junio de 2008

Cambio de estación

Pues ahora parece que sí es verdad: ha llegado el verano, y en buena hora. Que nadie me interprete mal: me dan miedo las consecuencias del cambio climático, me preocupa la sequía, me lavo los dientes con el grifo cerrado y un vasito para ahorrar agua, reciclo vidrio y papel... pero estaba HASTA EL GORRO de esta PRIMAVERA DE MIERDA que hemos tenido. He dormido con manta en pleno mes de mayo, he usado un chaquetón a principios de junio, he pasado frío - ¡frío! - en las casetas de la Feria del Libro... tanto es así que confieso que he llegado a renegar de la lluvia, tan necesaria y bla, bla, bla, y hasta un día pensé, bueno, pues si dentro de un siglo esto es un secarral y los embalses se quedan secos y el agua es más cara que el petróleo, allá se las compongan los que queden, que yo ya estaré criando malvas. Después de mí, el diluvio, que dijo alguien. O la pertinaz sequía.

Pero las cosas han vuelto a su sitio, hace un calor que se fuden los plomos - como debe ser en Madrid y a finales de junio - y puedo estrenar la ropa que me he comprado a principio de temopara y que estaba muriéndose de asco en el fondo del armario. Lo malo es que para colocar la ropade verano hay que retirar primero la de invierno - mi casa es preciosa, sí, pero tiene n sólo armario que comparto con Marcial, que ya hay que jorobarse, tanto trabajar y tanto escribir y mis cosas tienen que disputarse el espacio con las suyas - .

El cambio de armario es un momento de trascendencia metafísica, en el que hay que mantener la cabeza fría para enfrentarse a la dura realidad: ese pantalón era muy bonito y me costó un disparate hace tres años, pero ya no me cabe. Así que hay que deshacerse de él. Y ese vestido me sienta muy bien, pero el corte está pasado de moda. Si viviese en una casa con muuuuchos armarios, podría dejarlo en barbecho hasta que vuelva a llevarse. Pero no es así, y por culpa de las puñeteras chaquetas de Marcial y sus puñeteras camisas no hay sitio para mi vestido. En cuanto a esas bailarinas rosas que tanto me gustaban, el tiempo también ha pasado por ellas y están viejísimas. Así que fuera. Las bailarinas, el vestido, el pantalón. Los empaqueto con nostalgia y me digo que lo superaré.

Debajo de la cama guardo unas cajas de plástico con complementos de invierno que deberían hacer sitio a los de verano. Hay un sombrero impemeable my bonito, el primero que tuve.Al principio me lo ponía con cierta sensación de vergüenza: antes, en Madrid, casi nadie llevaba sombrero. Pero me gustaba, era cómodo y calentito y me sentaba bien, así que me sacudí los complejos. Ahora tengo media docena de artilugios para la cabeza, y ya no me pongo el viejo gorro impermeable. Debería tirarlo, pero ocupa tan poco sitio... Luego encuentro unos guantes de piel, con un estampado de príncipe de Gales, que fueron muy bonitos en otro tiempo. El uso hadesgastado la piel, y están tan estirados que me quedan grandes. Son el ejemplode prenda inútil sin posibilidades de recuperación,pero sé que nunca me desharé de ellos. Porque esos guantes fueron el último regalo que mi madre compró para mí antes de ponerse enferma. Sé que los eligió ella misma en la tienda de una amiga: siempre tengo las manos frías, y en invierno necesito protegérmelas a toda cosa. Así que me compró aquellos guantes, estos guantes, que me encantaron y que usé durante mucho tiempo. Luego se puso enferma y ya no pudo comprarme más regalos. Su invalidez hacía muy complicado ir de compras, así que a partir de entonces era mi hermana quien elegía los regalos que iba a hacerme. Los guantes se convirtieron, pues, en algo más que un adecuado regalo navideño: eran el símbolo de una época perdida para siempre, cuando mi madre estaba sana y conmigo, y nadie, por fortuna, podía sospechar como iban a cambiar nuestras vidas. Ayer, al verlos, recordé muchas cosas buenas, cosas que me hicieron feliz, que me sostuvieron cuando dejé de serlo. Quizá para eso valen los recuerdos.

Esos guantes usados, estirados, viejos, se van a quedar para siempre en algún lugar de mi casa y de mi memoria. Y es que no siempre es buena idea deshacerse de las cosas que, como decía Borges "durarán más allá de nuestro olvido: / no sabrán nunca que nos hemos ido"

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jueves 27 de marzo de 2008

Biblioteca

Estoy en la Biblioteca Nacional, pasando la tarde y peleándome con textos varios de Rosalía de Castro. Alfonso Sobrado Palomares, director de la Casa de Galicia de Madrid, me invitó a dar allí una conferencia en el mes de mayo.
- ¿Y de qué hablo?
- De lo que quieras - me dijo, muy conciliador.
Y yo, que soy la mar de original, le dije "Pues sobre Rosalía de Castro". Así que aquí me tenéis, de jueves, con cuatro libros desparramados encima de la mesa y la misma sensación de sobredosis que experimento cada vez que me meto a fondo en algún tema.
Me gustan las bibliotecas. Especialmente esta, cuyo salón de lectura tiene más de quince metros de techo. Hace tiempo, cuando vivía en una casa pequeña y feísima, me pasaba el día aquí, ahora creo que escapando de la fealdad de mi casa. Recordaba los versos de Borges: "lento en la sombra / la penumbra hueca /exploro con el báculo indeciso / yo, que me figuraba el paraíso / bajo la especie de una Biblioteca". El hombre había escrito esas líneas cuando, ciego ya, se hizo cargo de la dirección de la Bilioteca Nacional Argentina. La composición se titulaba "Poema de los dones" y empezaba así: "Nadie rebaje a lágrima o reproche / esta declaración de la maestría / de Dios, que con magnífica ironía / me dio a la vez los libros y la noche. / De una ciudad de libros hizo dueño / a unos ojos sin luz, que sólo pueden / leer en las bibliotecas de los sueños." - Precioso ¿eh? ¿A qué te apetece leerlo entero? ¿A que te apetece leer a Borges?
También me hice un sitio en la biblioteca Tayloriana, de Oxford. El bibliotecario jefe era un tipo muy simpético, que lucía un mostacho generoso y hablaba español con alegre acento mejicano porque su esposa era de Jalisco. Én aquella biblioteca hacía siempre mucho calor, y cerraba sus puertas a las cinco, justo cuando empezaba la función de teatro en una sala en la calle contigua. Los miércoles, a las cinco menos diez, recogía mis bártulos y me iba al teatro a ver si encontraba entradas a mitad de precio. A veces había suerte. Vi de todo: desde una delirante versión de "Cabaret" producida por un grupo de jubilados - os ahorro la descripción de las cabareteras de setenta y tantos años enseñando muslamen y escote - hasta una sobrecogedroa pieza titulada "Guetto" a la que asití con el corazón encogido. Luego, al llegar a mi casa - una preciosa construcción victoriana en el barrio de Summertown - me meti en la cama y lloré hasta que me quedé sin lágrimas. Nunca ningún espectáculo me había producido un efecto así.
Son las siete, y me espera un texto de Rosalía sobre mi pupitre de la biblioteca

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