miércoles 14 de mayo de 2008

La primera vez que vi París (II): el pato 1067975

Cuando era muy pequeña leí en un libro: "París! ¡Hasta el aire huele bien!". Así que llevaba muchos años preguntándome a que huele el aire de París. Todas las ciudades tienen un olor, así que ¿cuál sería el olor parisino? ¿y el sabor de París? No sé por qué me imaginaba aroma de flores, quizá el olor fresco y frágil de la hierba en las cercanías de los parques, o el inconfundible olor a humedad que a la fuerza tiene que subir desde las márgenes del Sena. Pues nada de eso: París huele a mantequilla derretida, y a café con leche. Nada mejor para alguien como yo, que soy una golosa incorregible. Y algo peor: una constante y consciente víctima del pecado de la gula. Por eso mis tres días en París fueron un festival de sabores y de olores.

Loscaprichos gastronómicos son el único lujo asequible en una ciudad donde todo es muy caro. Uno tiene que contentarse con aplastar la nariz ante los escaparates lujuriosos de la Avenida Montaigne, pero cualquiera puede entrar en una "boulangerie" y comprar un generoso"brioche au chocolat" por un euro y medio. O gastar tres euros en "macarrons" de vainilla. O pagar poco más de un euro por un croissant reluciente y ligero como el aire. Los restaurantes de Ópera ofrecen exquisitos menús de tres platos por veintidós euros: caracoles, magret a la naranja y creme brulè, y los más modestos bistrots del barrio latino sirven especialidades francesas exquisitamente cocinadas por quince euros. En París, la gastronomía es el consuelo del turista modesto y la última tentación del viajero acomodado, que puedo recorrer las tiendas tentadores de la plaza Madeleine y llenar las bolsas con productos delicatessen de Fauchon o Hediard. Allí una sencilla caja de galletas (empaquetada como una joya) cuesta seis euros, pero dos calles más abajo, y por mucho menos, puede devorarse una baguette crujiente con jamón y queso camembert.

Un lujo incuestionable es tomar un cóctel en el bar Hemingwaydel hotel Ritz de la Plaza Vendome. Hacer una incursión en los bares de los hoteles de lujo es la mejor oportunidad de fisgar y disfrutar, siquiera una hora, de lugares imposibles para el viajero medio. En el Ritz ofrecen una larguísima y complicada carta de cócteles. Marcial, poco aficionado a los experimentos, pide un Tom Collins. Yo me dejoaconsejar por el barman - ¡estoy en París, y es el barman del Ritz! - y me bebo un "Veinticinco", una sabia mezcla de limón, champán y ginebra servido con una flor. Nos rodean fotos de Hemingway, que escribió uno de los libros que mejor recogen el espíritu de la ciudad tras la Guerra: "París era una fiesta". Me fijo en los retratos, y llego a la conclusión que la mirada de Hemingway parece prestada: esos ojos inocentes, indefensos, ojos de niño o de anciano, ojos cándidos, casi humildes, ojos desamparados y pequeños, no son los ojos del escritor genial, del hombre indomable que vio de cerca la muerte y de más cerca la vida. El Ritz, emblema de París, le puso a su bar el nombre de un escritor norteamericano. Al salir, me pierdo adrede por los pasillos intrincados del hotel, y me dejo rescatar por un recepcionista encantador.

Nuestro paso por París tuvo un momento a recordar para siempre: el domingo, víspera de nuestro regreso a Madrid, Marcial reservó una mesa para cenar en la Tour d´Argent, el restaurante más antiguo de París, que abrió sus puertas por primera vez en 1582. Las paredes del restaurante rezuman historia de todos cuantos han pasado por aquí. Epítome del lujo, la buena vida, el hedonismo puro y duro, el placer por el placer, el buen y el mal gusto, la Tour d´Argent es una metonimia de París. El espectáculo empieza nada más atravesar la puerta, cuando alguien se ocupa de las prendas de abrigo y un verdadero maestro de ceremonias chequea la reserva y empieza a hablar a cada uno en su idioma original. Me apuesto cualquier cosa a que aquel hombre sólo sabía decir "bienvenidos a la Tour d´Argent, ahora les acompañan a su mesa, que disfruten de la velada", pero también que es capaz de repetir la frase en veinte lenguas distintas. Luego, un ascensorista aprieta con toda ceremonia el botón que da acceso a la quinta planta, y se ve por primera vez uno de los restaurantes más hermosos del mundo, con sus inmensos ventanales sobre el Sena, las calles del Barrio Latino y la silueta de Notre Dame. Para que todo sea perfecto, nos dan una mesa que está junto a la ventana.

Todo es exquistamente lujoso, todo es de una opulencia y una ceremonia exagerada con la que sería imposible vivir a diario. Pero una vez, sólo una vez en la vida, encontrar a un maitre y a todo un ejército de camareros venidos directamente de la Belle Epoque es maravilloso y excitante. La carta de vinos estan grande como la Biblia de Guttemberg. Los aperitivos, pequeñas delicias misteriosas cuyos ingredientes se me escapan - a mí, que presumo de buen paladar y soy capaz de detectar los elementos de casi cualquier mezcla - y que engullo con una pasión que hasta me da vergüenza. El pan está caliente. La mantequilla se derrite al contacto con la miga humeante. Cuando veo que la carta que me ofrecen a mí no tiene precios - eso se reserva a la del caballero, paganini por decreto en este lugar de otro siglo - empiezo a revolverme en el asiento porque me temo lo peor. Pero Marcial me recuerda que, dadas las circunstancias, sería un pecado pensar en nada distinto que la vista bellísima sobre el Sena y el crepúsculo tras Notre Dame, cuyos arbotantes le hacern paecer el esqueleto de un animal prehistórico.

Pedimos un tournedó de foie, un vino de Burdeos que decantan ante nosotros con toda ceremonia y cuyo primer trago, tras probar el foie, pone en alerta todos los sentidos. Como plato principal hemos pedido el famoso pato a la sangre, estrella de la carta, que se sirve en dos tiempos: primero, el magret fileteado y acompañado de patatas souffle. Después, el confit. Lo como con la sensación de que nunca en mi vida volveré a probar algo así.

Mi postre es un pastel de chocolate denso y sabrosísimo. Estoy disfrutando tanto que Marcial se ríe: soy tan rematadamente golosa, tan ávida de sabores, que pienso que soy muy afortunada de no habr vivido en otra época, donde las mujeres tenían que disimular su buen apetito. Yo siempre tengo hamabre, y soy incapaz de decir que no a un bocado apetitoso. Por eso rebaño el postre mientras Marcial bebe una copa de oporto sin preguntar siquiera si me gusta el pastel: es demsaido evidente, soy demasiado poco discreta en ese sentido.

Después, el mismo camarero que podría haber servido a Oscar Wilde, nos entrga un certificado donde se hace constar queel pato que hemos comido era el número 1.067.975: empezaron a contarlos desde 1890,cuando el célebre Frederic se hizo cargo de la cocina del restaurante.

Salimos de La Tour d´Argent al filo de las doce de la noche, en medio de una temperatura veraniega, y durante un par de horas recorremos las terrazas del barrio latino y nos demoramos bebiendo ginebra, que se supone que es digestiva. Justo antes de entrar en un taxi, desde un puesto callejero de crepes vuelvo a notar un olor que se ha vuelto familiar. Huele a mantequilla. Es el olor de París.

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