jueves 3 de abril de 2008

Una calle, en Chipre

La calle Ledra es una calle aparentemente vulgar, no especialmente larga, ni ancha, ni angosta. Una de esas calles que uno recorre sin fijarse cuando vista una ciudad, una calle polvorienta, donde la ausencia de árboles multiplica el calor en las horas centrales del día. No recordaría la calle Ladra de no ser por la amarga historia que guardan sus adoquines irregulares: cuando Turquía invadió el norte de Chipre, dividió en dos la capital, Nicosia, tomando como refencia la calle Ledra.

Eso dio lugar a una situación delirante: había chipriotas que tenían su casa en la parte ocupada de la ciudad, y su negocio en la otra. Familias enteras quedaron separadas por la ominosa línea verde. Hubo vecinos que dejaron de serlo, amantes que de la noche a la mañana descubrieron que vivían en países separados y enemigos. Conocí a un hombre que me contó una historia cómica y terrible: cuando se produjo la invasión, la casa en la que vivía con sus padres quedó en la parte chipriota, pero el negocio familiar - una próspera tienda de tejidos que marchaba viento en popa - estaba al otro lado de la calle Ladra, tan cerca de su domicilio que podían vigilarla desde el portal. Un día se despertaron, y la tienda, su tienda, estaba situada en otro mundo.
En consecuencia, la familia no sólo se quedó sin medios de subsistencia sino que, cada día, veían a los soldados turcos entrar y salir del establecimiento saqueando la mercancía que guardaban en el almacén. Luego, cuando ya no quedó nada que llevarse, la tienda quedó vacía, poblada de fantasmas, y sus antiguos propietarios siguieron siendo testigos del abandono y la tristeza del escaparate ciego y las cortinas arrancadas de las ventanas por la fuerza bruta de los invasores. A aquel hombre se le llenaban los ojos de lágrimas al contar su historia, y si no lloré con él fue por sentido de la moderación y el respeto: ¿cómo llorar por algo que uno no llega a entender en toda su dimensión ante aquel que sufre el drama en carne propia?

Pasé diez días en Chipre en el verano feliz de 1999. Guardo un recuerdo entrañable del país y de sus gentes generosas, que parecían vivir todavía suspendidos en una conmovedora inocencia. Chipre es un país donde apenas hay paro, donde la noticia de un asesinato paraliza la vida de la isla entera. Han sufrido mucho, y sin embargo el dolor infligido por las sucesivas ocupaciones de ese venturoso trozo de tierra no ha privado a los chipriotas de la dignidad ni de la confianza.

Al recordar Chipre recuerdo las playas ardientes de Larnaka, los mosaicos de Pafos, las rocas de Tou Romiou y la luna en Agia Napa. También los paseos por las calles de Nicosia, y la conversación con un imám de una mezquita que quiso que rezase a mi Dios en el mismo lugar donde él rezaba al suyo. Recuerdo los kebabs y la taramosalata, las copas de ouzo bebidas por respeto y con disgusto, la ensalada de patatas y los encajes de Lefkara. Y recuerdo, como no, la calle solitaria que me mostraba un hombre con el corazón encogido y la voz quebrada, como si hubiese perdido ya las esperanzas de volver al pasado perdido.

Escribo esto porque la calle Ledra dejará ne breve de dividir dos mundos, de ser la versión mediterránea y soleada del muro de Berlín. Me pregunto si aquel hombre que vio como un día arrebataban a su familia algo más que una tienda de telas vlverá hoy al lado proscrito de la calle para, caminado entre ruinas, recobrar un fragmento de su infancia robada.

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